Pepín Tre presenta «El brillo del jengibre»

Todo empezó por mi padre, biempensante y generoso, sobre todo generoso, aunque también biempensante, cuando un catorce de abril –él nunca creyó en los reyes- obsequió a nuestra Sarita, alrededor de las once, un precioso toro bravo de color negro carbono, y unos corchos en los cuernos, ¡no se haga daño la niña!

Mi madre, patidifusa, pero con el sentido práctico que tanto ayuda a los niños, a distinguir a las madres de los padres, sentenció: ¡nos lo comemos! Sarita, desconsolada, abrazó a su toro negro, mientras el bicho, intuyendo que se le escapaba por el rabo, la oportunidad de formar parte de mi familia, modesta y dicharachera, se tumbó bajo el perchero, a la entrada, dando cariñosos lametones al empeine de Sarita. Y se quedó. Y le llamamos Viriato.

Mi padre, poniéndose la chaqueta, hombre de acción al fin y al cabo, exclamó con alegría ¡nos vamos todos al cine! Viriato, con ese conocimiento intrínseco del animal frente al medio, sin llegar a los extremos, demostró con claridad que sabía moverse holgadamente en nuestra vida hogareña, retirándose discreto al cuartito de mi hermana.

Y nosotros, ¡pues al cine!

Por eso me gusta el cine, por el toro de mi hermana.

¿Mi hermana? Se casó con otro.

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Nota: Espectáculo perteneciente a la programación de la XXIII Muestra de Teatro Español de Autores Contemporáneos

(http://www.muestrateatro.com/)

 

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Pepín, tranquilo paseante nacido en diciembre. Un hombre de invierno que empezó siendo niño y creció hasta convertirse en otra cosa.

Aún mozalbete, conoció a Doris Luncan, madurita soprano de voz llena de lirismo, recién llegada de UTAH, que arrastrólo tras de sí hasta llegar a la presencia del señor Gornitoch, influyente miembro del partido bolchevique quien, impresionado por la presencia de ánimo de la singular pareja y totalmente borracho, decidió pegarse un tiro.

Doris, perdida en los fríos de la Rusia fría, se hunde en la desesperación, pero Pepín, sacando fuerzas de flaqueza, la embarca rumbo a Philadelphia con la promesa de seguirla en cuanto su alma encuentre la serenidad necesaria. No la encontró nunca.

Doris aún le espera reclinada en el alfeizar de una ventana norteamericana, mientras la brisa templada balancea sus rizos dorados como veraniegos trigales.

Pero sigamos el rastro de nuestro hombre, que ya en esas fechas, 12 de abril de 1978 ó 4 de junio de 1984, cantaba en un pensionado de la campiña inglesa para jóvenes pudientes, canciones folklóricas a modo de tabardillo con intrincados molinetes de aérea filigrana. Sabedor José Luis Rodríguez, «El Puma«, de los méritos de nuestro joven, le requiere a su presencia para escuchar repertorio, quedando maravillado, aunque indeciso, de la conveniencia de entonar tan bellas melodías. El tiempo pasa. «El Puma» no se manifiesta. Pepín, impaciente, aunque generoso y sin usar ningún tipo de cosmético, no encuentra más salida que hacerse notario, muy a su pesar, aunque prometiendo ante la Virgen de Todos los Dolores volver al recto camino en cuanto la suerte esté dispuesta a esbozar una sonrisa, aunque pequeña, frente a nuestro héroe.

Futuro incierto.